La quedada de indiferencia al prójimo -dice una gota de lluvia a otra que aterriza junto a ella en un zapato- es mandamiento urbano. Y la gota oidora va a responder, vaya usted a saber qué, cuando el bus asoma el morro por la rotonda y el frenesí de "yo estaba el primero, el primero, el primero" comienza como la pleamar a subir de altura.
“!Oiga! Yo llegue antes que usted!". “Ni soñarlo que llevo aquí diez minutos”. “Pues suba ya mala leche, pero a ver si muestra un poco de educación la siguiente vez”. “Esto si que tiene huevos”. “¡Caradura, que se ha colado!”
A las gotas de agua la música de los viajeros les suena fea por egoísta y ramplona. Un pinzón canta que las cosas no son siempre como las vemos. Y el bus prosigue la marcha sin hacer caso a los forasteros que inundan su panza de sapos.
¡Ay! La grisura del día cómo espabila de los asientos de las nubes y del autobús los aromas de la risa. La frase resulta empanadilla, pero al fin y a la postre lo que busca, encuentra: La juerga es un destello fugaz.
Melancolía, mucha melancolía. Pero tiene razón, ya no hay educación
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