-Pues, o te explicas mejor, o no hay diablo que te entienda.
-Te digo que no es lo mismo salir de casa después de escuchar tocar el violoncelo a Jacqueline Du Pré que después de oír cantar a Sabina.
-Estás tu bueno. Tampoco tu ánimo es el mismo al subir al autobús municipal para fichar en el trabajo o ir a solazarte a la playa.
-Ya. Pero, qué quieres. No puedo evitar la comparación por una razón esencial: todo es ruido para ocultar el grito de angustia que se trae al nacer. La diferencia radica en el medio utilizado para obviar el mensaje.
-En confianza, dices unas cosas que mejor te las guardas.
-Jamás callaré que estamos solos. Y que unos hacen de esa verdad canto que llega al cielo y vuela libre y, otros, un corrido con tequila que pega su costura al barro.
El autobús municipal entretanto rueda ajeno a su propia marcha. Los nombres de Du Pré y de Elgar no le dicen nada a la mayor parte de los viajeros. Ni falta que hace la consulta a Google, en un país decantado por El Marca y por los sucesos que los periódicos ofrecen a diario con el retrato de las tripas y, si es posible, con mucha sangre.
Mientras, en el reino animal, pájaros, rumiantes y carnívoros olfatean en el aire que hoy comienza agosto. Las noches ya por San Juan les avisaron que iban a comenzar a ganar terreno a los días. Y los osos se relamen por adelantado pensando en las moras y eso es que la cuesta hacia el otoño ya está aquí.
¿Violoncelo o canto de voz quemada por el aguardiente? La elección es clara para el viajero que no sabe explicarse. Siempre con la minoría, dice. Su acompañante trata de descifrar el galimatías del que escribe para sí y, pensando en él, osa expresar lo que entiende es su deseo: A la hora del definitivo adiós que mi paso vaya acompañado al otro lado por la testuz de una sola palabra: Rebeldía.
Violonchelo, por supuesto. Siempre violonchelo
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